La
máquina
Al despertar, una idea revoloteaba su
mente, “La codicia” como motor de la conducta humana y su propia falta de
adecuación a la sociedad. Siempre tuvo la convicción que el desinterés y la
generosidad, iluminaban el camino a recorrer.
–
No vas a cambiar de viejo –.dijo para
sus adentros y cebó el tercer mate mirando por la puerta que daba al descuidado
patio.
Bajó de un estante de la biblioteca la
vieja “Remington”, colocándola sobre el escritorio. Rápidamente puso una hoja
en el carrete y comenzó a teclear.
–
¿Por qué no usas la computadora, te
despertaste nostálgico? –preguntó Soledad desde la cocina.
–
¡Éste sonido es música para mis oídos…!
Me hace sentir inspirado y las palabras fluyen… –respondió Jacinto riendo.
–
Para vos. A mí me crispa los nervios y
suena desafinado. Si quieres te bajo la aplicación. La computadora hace el
mismo ruido y se puede graduar el volumen –propuso Soledad.
–
¡Ni se te ocurra! Esto es otra cosa
–concluyó Jacinto y continuó martillando sus dedos sobre el teclado.
Jacinto convivía con Soledad, mujer de
mediana edad y prominentes tetas, con la que había tomado contacto íntimo unos
meses atrás pero conocía de larga data. No era precisamente su musa
inspiradora, aunque los comentarios que realizaba y sus sobresalientes pechos,
lo regresaban a la realidad cotidiana, haciéndolo sentir vivo.
Durante cuatro horas el ruido de la máquina
invadió la casa, alternando breves interrupciones de absoluto silencio que
mantenían expectante a Soledad y aumentaban su fastidio.
Mientras preparaba el almuerzo, Soledad
fantaseaba con las diferentes formas de eliminar definitivamente el
insoportable ruido.
–
¿Puedes parar por un momento? –.gritó
Soledad tomándose la cabeza con ambas manos.
–
¿Qué sucede Soledad? –.preguntó Jacinto
mientras continuaba tecleando.
–
Nada. Solo me duele la cabeza, no te
preocupes –.respondió.
Lentamente se acercó hasta el escritorio donde
Jacinto continuaba machacando la máquina y tocándole el hombro dijo:
–
¿Cuál es el tema de hoy? –.
–
La codicia, el egoísmo y cómo al
alejarte de esos sentimientos la sociedad te aísla condenándote a la soledad
–.respondió Jacinto refregándose los ojos.
–
Es sabido, la gente no quieren estar con
quien les haga tener presente sus debilidades. Todos en el fondo de su ser
conocen su egoísmo, el grado de codicia que profesan y temen ser descubiertos.
Creen que lo pueden enmascarar –reflexionó Soledad.
–
El tema va más allá. Son ovejas
jactándose de su lana, alimentando al lobo –respondió Jacinto y continuó
escribiendo.
–
Sigues queriendo cambiar al mundo –dijo
Soledad sonriendo.
–
Por lo menos el mundo no logró cambiarme
a mí –respondió Jacinto.
–
Es verdad, pero te has preguntado ¿Cuál
en tu grado de avidez intelectual y egocentrismo espiritual? –.pregunto Soledad
con tono severo.
Jacinto interrumpió la escritura
manteniendo un prolongado silencio. Soledad, luego de unos minutos, beso la
frente de su compañero y se retiró del estudio, regresando a su cotidiana tarea
en la cocina.
El
silencio reinó en la casa. La vieja “Remington” regresó al estante.
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